PÁGINA 12 – Eduardo Fabregat
El Arena fue escenario de una soberbia revisita a «Del 63» y «Circo Beat», dos discos capitales en su carrera: uno fue su debut, el otro la inspirada manera de seguir adelante tras el suceso de «El amor después del amor».
El capital de un artista no se mide en dinero, en cuentas numeradas en Suiza, Panamá papers ni acciones. Los músicos que perduran en el tiempo ponen en circulación la mejor moneda de cambio, algo llamado canción que, a diferencia del cruel billete, se convierte en patrimonio general. Cada quien acumula la fortuna de vincularse con miles de desconocidos que entonan exactamente lo mismo y les estalla el pecho de emoción y alegría. El tesoro de un artista no se agarra con las manos.
Fito Páez es millonario.
La comprobación está en ese primer Movistar Arena de una serie de seis, al que le tiembla el piso con cosas como «Viejo mundo», y el combo «Circo Beat» / «Mariposa Tecknicolor», y «Un rosarino en Budapest» y ese bis estallado de «Ciudad de pobres corazones». Fito conecta con su historia y la actualiza y al público le pasa lo mismo, incluso a quienes vestían pañales cuando vio la luz Del 63 o pegaban fotos de la portada de Circo Beat en su carpeta de secundaria. El capital de un artista no tiene edad. Y por eso solo el prejuicio puede objetar la decisión del rosarino de revisitar El amor después del amor primero y estos dos discos ahora. Joder, ¿cómo Fito Páez va a necesitar permiso para activar la máquina del tiempo?
La excusa de los 40 y 30 años está bien, pero ni siquiera es necesaria: estas canciones se merecen sonar en vivo. Todas. A la hora del setlist, un artista con más de cuatro décadas de carrera se ve obligado a la síntesis, el recorte, la narrativa de un show que deja tanto pero tanto afuera. Poner el foco en dos títulos permite contemplar la obra y rescatar matices que también hacen al músico. Lo poco o nada escuchado en vivo encuentra una nueva luz. Y Fito le baja el tono a las canciones para lucirse como corresponde al micrófono, pero eso de ninguna manera las subvierte. Y nadie está pensando en que Páez no va a los agudos desgarrados de antaño cuando -hay que nombrarla otra vez, es justicia- suena «Viejo mundo» sobre un colchón de renovadas armonías vocales y el corazón es una esponja que lo absorbe todo. La melodía es en tu alma, cantaba un tal Spinetta, que supo compartir caminos con Fito.
Para esta celebración, Páez craneó un espectáculo en dos partes tan diferenciadas como los mismos discos. La revisita al lejano debut de su carrera solista fue -desde el comienzo de solo piano- deliberadamente cool, climática, con apenas algunos raptos energéticos en la caribeña «Rumba del piano» y el emotivo cierre de «Un rosarino en Budapest». Pero eso no debe ser malinterpretado como ausencia de intensidad, porque las pieles se erizaron al reencontrarse con obras magnas como «Tres agujas» o «Canción sobre canción», la delicadísima «Sable chino» y el afilado dueto de Fito con Emme para «Rojo como un corazón», aquel título «extrapartidario» de Fabián Gallardo. Y que cuarenta años después la tenebrosa «Cuervos en casa» vuelva a tener plena vigencia explica el griterío que recorrió el estadio cuando Páez cantó «Cría cuervos la Casa Rosada» con el escudo nacional en la gran pantalla trasera.
Si alguien hizo chistes con «dar vuelta el disco» tras «La rumba del piano», el intervalo antes de la segunda parte fue una buena alegoría de levantarse del sillón a cambiar el disco. El perceptible subidón de adrenalina entre el público dejó claras sus preferencias -y quizá conocimiento- de las obras tributadas. Y además, claro, el álbum que cumplió tres décadas empieza con un combo demoledor: «Circo Beat» y el megahit «Mariposa Tecknicolor» pusieron a todo el mundo de pie. Estalló una fiesta que solo bajaría de intensidad en momentos de ineludible calma como las tremendas versiones de «Dejarlas partir» (¿Cómo no sentir una extraña corriente emotiva cuando Fito canta «Lo hice para quebrar, lo hice para quebrarme a mí»?), «She’s Mine» y «Las tardes del sol, las noches del agua», con otra performance arrolladora de Emme para replicar el original de Liliana Herrero.
Porque la banda merece su párrafo. De punta en blanco, Diego Olivero (bajo, teclados), Gastón Baremberg (batería), Juan Absatz (teclados y voz), Juani Agüero (guitarra y coros), Vandera (guitarra, teclados, voces), Emme y la sección de vientos Sudestada Horns (Ervin Stutz en trompeta y flugelhorn, Alejo von der Pahlen en saxos, Santiago Benítez en trombón) fueron la orquesta ideal para reconstruir estas canciones, traerlas al presente y hacerlas brillar como se merecen. Así de bien respaldado, Fito encadenó en la segunda parte los hitos que explican esa preferencia del público en el Arena. Y que vienen a recordar, de paso, lo bien que resolvió el artista la difícil tarea de darle forma al sucesor de un disco con tanto peso específico como El amor después del amor.
«Estoy en shock, pasado de emoción… me tengo que concentrar para poder llegar al final», dijo Fito apenas terminado el vendaval de «Mariposa Tecknicolor». Es que aún quedaba por delante la emoción de recordar a Olmedo con «Tema de Piluso» y miles de gargantas rajándose con el «Ceeeeerca, Rosario siempre estuvo cerca», o el intenso solo de Agüero en «El jardín donde vuelan los mares», los aires tangueros de «Nadie detiene el amor en un lugar» y el recuerdo de «Si Disney despertase» con ese Mickey de madera desgastada dominando la pantalla. O el arranque Manhattan Transfer con toda la banda al borde del escenario iniciando «Soy un hippie» en modo vocal. O el regalo que significó poder disfrutar en escena una poderosa lectura de «Lo que el viento nunca se llevó» y sus caprichosas escalas arriba y abajo.
«Si todo se acabara hoy / Yo desearía que termine así», cantó Páez y cantó la gente, aunque no quisiera que llegase el momento de encarar la puerta. Pero el broche estaba ahí nomás, con Fito luciéndose en la difícil «Nada del mundo real», un cierre tan reposado que exigía volver y quemar las naves. Tenía que ser con otro himno, con un «Ciudad de pobres corazones» otra vez incendiario (¿Podrá Fito en 2027 revisitar también ese disco, tan doloroso en su historia personal?), que dejó una última postal, Juani descosiendo otra vez la Les Paul, el protagonista colgándose por única vez una SG amarilla y la sonriente satisfacción de una faena liquidada con las dosis necesarias de justeza musical, amor y pasión.
El capital de un artista no se mide en guita. En la noche del lunes, la multitud que se desperdigaba por Villa Crespo se descubrió con el alma enriquecida. La vida es una moneda, la canción también. Y no sabe de devaluaciones.
* Páez 4030 repite el martes 12 y los días 15 y 16 de noviembre y 12 y 13 de diciembre en Buenos Aires, el 30 de noviembre en Rosario y el 4 de diciembre en Córdoba.