LA NACIÓN – Mauro Apicella
La muestra recorre toda la vida artística de la banda liderada por Roger Waters y David Gilmour
“No podemos seguir tocando en clubes y salones de baile. Queremos un ambiente totalmente nuevo y nos hemos topado con la idea de usar un gran techo. Tendremos una carpa enorme e iremos girando como un circo ambulante… Actuaremos en grandes ciudades, o donde sea, y seremos un acontecimiento, como cualquier circo”. La frase es de Roger Waters -fue publicada en 1967, en la revista Melody Marker- y se puede ver desde el martes en uno de los salones de la Rural donde está montada The Pink Floyd Exhibition – Their Mortal Remains.
Waters siempre pensó en grande y supo, junto a sus socios de Pink Floyd, traducir esos deseos en hechos. Ya fuera con grandes discos, con ideas (chicas o grandes) que terminaron haciendo un enorme ruido en el mundo del rock y con ostentosas puestas en escena que fueron el marco de sus multitudinarios conciertos.
Puede sonar un poco obvio, pero esto no lo hará menos real. Atravesar toda la vida de Pink Floyd (o de cualquier banda de música o artistas de cualquier disciplina), da una dimensión real del peso que pudo haber tenido en el arte y en el entretenimiento del último cuarto del siglo XX. Y fue, realmente, grande.
Entretenimiento (no hay que tenerle miedo a esta palabra) porque, con sus shows, que fueron ganando en producción, glamour y sobre todo resultados que depararon en el uso artístico de la tecnología, lograron embelesar a miles de fans alrededor del mundo. Arte, porque, sin duda, desde la estética del rock ha sabido generar instancias performáticas de manifestación social y política, tanto en álbumes como sobre los escenarios.
Jamás se podría decir que se trató de un hecho aislado, es cierto. Porque, especialmente desde finales de los sesenta y durante buena parte de la década del setenta, el rock denominado progresivo le dio mucha importancia a la imagen, desde un sentido expresivo teatral.
Por otro lado, Pink Floyd fue de esas bandas que supo hacer una canción pegadiza de tres minutos (o para ser más precisos, de cinco en tiempos en los que las canciones duraban ocho) y, a la vez, mostrar una faceta experimental, aunque no fuera, finalmente, embarcada en ninguna corriente vanguardista, por carecer de sustentos teóricos o encuadres académicos.
La muestra que finalmente pudo traer DG Experience a Buenos Aires es una que hace ya muchos años que se ha visto en otras partes del mundo. Esto, obviamente, no le quita mérito ya que el valor no radica en la novedad sino en el modo como está creada y desarrollada. Y si bien la primera sala tiene un fuerte tono descriptivo, informativo y, por momentos, “museológico”, a medida que se va recorriendo comienza a aflorar el hecho artístico. Porque, de algún modo, eso fue lo que sucedió con la historia de la banda. No nació como un grupo performático y de consignas artísticas. Todo eso se fue construyendo con el paso de los años, con la madurez, con las crisis, también; con la partida de integrantes, con las contradicciones que se pudieron generar simplemente por la oposición en el punto de vista de sus músicos. Y este es un punto muy interesante en este recorrido. Por supuesto que es un gran placer para un fanático estar a centímetros de un objeto original (todos los que son réplicas están consignados en la información que los acompaña). Pero lo medular parece estar puesto en el equilibrio de poder acompañar con fluidez, durante lo que dure ese recorrido, tanto a expertos como a neófitos recién llegados a la grey floydeana.
Para un fanático muy fanático, la memorabilia floydeana es absolutamente todo lo que tenga que ver con el grupo, desde sus primeras actuaciones en el Club UFO y la camioneta negra con una franja blanca que los músicos usaron para trasladarse. Está la fotografía de la camioneta y un manuscrito en el que Syd Barret se refiere a ese vehículo y a aquellas primeras actuaciones. Quizás porque es el músico que menos tiempo estuvo y el que más fue extrañado, al menos de aquella primera época, la muestra dedica una gran sala a su vida y a su legado en esos comienzos de Pink Floyd.
El inventario es variado: el árbol genealógico del grupo, tickets de shows, partituras, instrumentos, pedaleras de efectos de guitarra, consolas de sonido, el manuscrito de “Have a Cigar” y el detrás de escena de la fotografía de aquel hombre en llamas, que aparece en la portada de Wish you Were Here. Todo eso y mucho más, en detalle. Desde lo macro a esas situaciones en las que se ha decidido poner la lupa. En paralelo, un recorrido para el no iniciado en los vericuetos de la historia de esta banda, con explicaciones que arriban a la importancia que tuvo en la historia del rock y el modo como se ubicó un paso adelante, respecto de los de su generación, tanto en cuestiones discográficas como en el modo como tradujeron sus discos para llegar al escenario, con grandes puestas en escena. Lo conceptual y lo estrictamente estético va ganando su lugar en la muestra a medida que se avanza por las salas. Las vitrinas le van dejando espacio a un concepto más orientado a la intervención del espacio, con todo ese material que abundó en la historia del grupo.